Julio Cortázar: El ídolo de las Cícladas

   


   La locura que se contagia, que afecta al más cuerdo, al que no tiene duda de qué es lo real, de qué es la realidad, como de lo que es el mar, el aire, la caída al vacío y que hay que evitarla, eludirla, no pensarla, no creerla ni crearla. Un ídolo que capta y embelesa, eso tan loco. Y dos personajes que tendrán que matarse o ser matados. 
   Argumento que ya hemos visto por culpa del cine, del mal cine acaso, de los guiones en los que prevalece el deseo de sorprender a toda costa, de emocionar mediante el susto, de crear emociones fuertes aunque la lógica haya de salir, loca, por la ventana. Pero que para Cortázar es comunicación con lo ya acabado, lo ya vivido, lo enterrado y dado por muerto, lo que tiene la capacidad de mutarse o de mutarte, pese al instinto del cuerdo, del equilibrado e inteligente, tan alejado del que ya no sabe qué es lo que lo ata a lo común y comunicable. 
   Solo en Cortázar no hay exageración y el juego es espejo del símbolo que es un espejo que no deslumbra y recoge vivamente una luz que juega hasta dormirse en tu mente. 

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